viernes, 20 de mayo de 2022

La chica de las canciones tristes

 

Su risa, escandalosa e infantil, se contradecía con las canciones tristes que solía pinchar en el pub. Algunos aplaudían su fino gusto y otros maldecían sus aburridas elecciones. Daba igual lo que dijera el respetable, ella jamás pinchaba música alegre. Era su seña, su marca, el estilo que la definía. Amaba a Nina Simone, Mamie Smith, Billie holiday, por supuesto a Amy, pero su preferida por encima de todas era Etta James. Al igual que Etta se enganchó a la heroína, la chica de las canciones tristes se enganchó al blues como un esclavo a la esperanza de alcanzar la libertad. Etta canta a través del sistema de sonido del pub, ya algo cascado, reverberando en las parejas que se arriman, ojos que se cierran mientras el cuerpo se balancea al ritmo de la prodigiosa cantante. Algunos miran a la chica de las canciones tristes y la señalan con el dedo y guiñándole un ojo exclaman. “Esta es tu preferida, nena. Lo sabemos”

Se han escrito toneladas de papel filosofeando de bares, de la comparación con algo llamado hogar, de lugares para el encuentro, donde se cruzan los caminos, el destino, etc. Para la chica de las canciones tristes, aquel lugar, ese pub de techos bajos, barra de madera, fotos de artistas de blues, rock, taburetes altos y manchas de cerveza, era su oasis. Y en él, a veces, se perdía.

En su oasis particular conoció al chico de los hoyuelos alegres, el típico conocido de vista que un día entabla una conversación, solo que ese día la conversación es más seria y profunda, y toca algo que de repente no esperaba. Como no esperaba el beso que le plantó en mitad del pub, ahogando el “purple rain” de Etta James, y despertando ese gusanillo entre sus muslos, que apoyados en el taburete, abrazaban el torso del chico de los hoyuelos alegres mientras sus manos se hundían en su ancha espalda.

La chica de las canciones tristes disfrutaba deleitando los momentos de charla entre sábanas con lo mejor de su colección, aleccionando, descubriendo su mundo musical a oídos ignorantes. Desnuda marcaba el ritmo del tocadiscos, al ritmo de sus caderas el vinilo vibraba en su hipnótico girar, y entre jadeos el blues moría húmedo y agotado.

Hubo cine, charlas hasta el amanecer, caricias y besos y tan rápido como llegó se fue. Como la canción que esperas que suene en el coche y vuelves a poner cuando termina porque te ha sabido a poco. Solo que ésta  no tenía ese botón. La chica de las canciones tristes miraba su cuerpo, hermoso y joven, dispuesto para el placer, que esperaba a las manos que no llegaban, que se perdieron en el mundanal ruido y no acudían a las notas de su tocadiscos.

Ahora las canciones tristes suenan más tristes que antes, y el cielo parece tornarse más gris para compadecerse de su desconsuelo. La chica de las canciones tristes estaba también furiosa, no entendía la apatía, la quiebra, la desazón de aquel hombre cuyos hoyuelos se habían apagado.

La aguja bailaba sobre el surco del disco, Alvin Lee y su “bluest blues” sonaba como un martillo sobre el corazón de la chica de las canciones tristes. Era una chica dura, mas a su pesar, una idea le rondó la mente, esa clase de ideas tontas que siempre aparecen en momentos amargos: ¿y si escuchara canciones alegres, me pasarán cosas alegres? Borró esa estupidez de su cerebro con la misma facilidad con la que se puso el pijama. Cómo iba a dejar de ser ella, de escuchar lo que le pedía su alma. La almohada todavía olía a él, y acurrucada a ella, medio adormecida por el blues, durmió, y durmió profundamente, para que al despertar todo aquello fuera un sueño con un final erróneo.

El blues no es una música de masas, ni de modas, pero jamás desaparecerá, como los bares oscuros, las barras de madera, las noches demasiado largas y las mañanas jodidamente eternas; como los impulsos, que pueden conseguir mover una roca únicamente para que se hunda en el río.

 


 

sábado, 13 de febrero de 2021

                                   NO TE VAYAS 

 

Me desperté con el desagradable estrépito del despertador. Los primeros rayos de sol asomaban por las rendijas de mi vieja persiana. Las sábanas olían a mujer, pero llevaba muchas noches durmiendo solo. Solo desde que ella se fue, solo desde que me dejara la mujer que era la mujer de mi vida. Un solo error en tu vida puede marcarte trágicamente. Era el culpable de la transfiguración de Hécate. Grité al viento que quería morir, mi vida carecía de alicientes. Para que vivir un camino triste, para qué vivir sin fe en nada ni nadie. ¿Para qué? Me incorporé y la sensación de no haber estado completamente solo se acrecentaba en mi interior. Di vueltas por la casa y un perfume reposaba por cada resquicio de mi hogar. Hundí mi dormida cara en la almohada y ese olor inundó mis fosas nasales hasta llegar a mi conciencia, traspasarla y echar de menos a alguien que no conocía. Ni siquiera estaba seguro de su existencia. Pero la sensación de una mirada siguiéndome no cesaba. 

Me marché a trabajar intranquilo, pero con el deseo extraño de querer seguir respirando aquel perfume a mi vuelta. Por fin el reloj marcó la hora del fin de turno, estaba hastiado de aquel trabajo con una panda de imbéciles por compañeros. Solo se salvaba Eduardo, un noble y buen tipo del cual me sentía orgulloso llamándolo amigo. Me despido de mis compañeros que me preguntan hipócritamente qué voy hacer el fin de semana, como si de verdad les importase. Miento y les digo que me voy de viaje, a Galicia. No sé por qué lo hago, pero les miento, total, no me importan. Ya se ha ocultado el sol y camino en dirección a mi hogar con la sensación extraña de no estar solo. Miro detrás de mí, pero no veo a nadie, sigo andando y la sensación no desaparece, volviendo ese olor que esta mañana me cautivó. Ya en casa se acentúan mis temores, se afianza la teoría de la compañía. Hay alguien o algo al cual no veo, solo lo huelo. Comienzo a alterarme, mis nervios se tensan como cuerdas de guitarra. Decido leer un poco, por supuesto nada de terror, pues mi sugestión ya estaba a tope. Me decido por uno de Terry Pracher y su loco “mundodisco”, reír es lo que necesito ahora. Enfrascado en la amena lectura vislumbro una sombra en la ventana, ¡en la ventana! Al mirar capto unos ojos que desaparecen en un parpadeo. Es imposible que hubiera nadie, vivo en un sexto piso. Tiro el libro a la cama y me asomo, aquello me estaba volviendo loco; miro fuera y solo veo gente, coches, todas marionetas tirados por hilos invisibles hacia sus destinos. El hilo de mi vida con Claudia se había partido, estallado en mil pedazos, sin posibilidad de arreglo. Absorto en mis pensamientos una corriente de aire en mi nuca me despierta de mis ensoñaciones. El corazón comienza a tocar el tambor dentro de mi pecho a un ritmo frenético. Tengo miedo, miedo real. Hay alguien detrás de mí, examinándome, mirándome de arriba a abajo, asustándome. Tenía la certeza de que al volverme no habría nadie, la nada más absoluta. Así hice y efectivamente no vi a nadie. Me largo. Me cambio de ropa y salgo fuera a tomar algo. Quise llamar a Eduardo, pero estaba de camino a Sierra María, era un montañero experto y esos días los iba a dedicar a recorrer una ruta dura aunque, según él, de las más bonitas. Agarré el móvil, sin que ningún teléfono me convenciera, así que solo, completamente solo, decidí salir. 

La extraña sensación me seguía, una vez hube entrado en el bar apenas disminuyó. Tres cervezas y una conversación banal con el camarero, estoy a punto de largarme cuando la veo. Morena, ojos grandes, bellos y penetrantes, labios carnosos, húmedos y sensuales; mirada misteriosa, curvas marmoleas. Sobresalía por encima de todas las mujeres del bar, pero nadie se acercaba, únicamente la miraban sin que nadie intentara hablar con ella; era inaccesible para cualquier hombre mundano. Llevaba unos pantalones de cuero negros, una camiseta de palabra de honor y mangas anchas, negra también, y un collar con un colgante rojo en su delgado cuello. El pelo le caía por los hombros, ondulado color azabache, y su boca, de un rojo carmesí imposible, jugaba con un trocito de hielo pequeño. Fue a pedir otra copa y me rozó el brazo, saltaron chispas. Intentaba buscar la frase que rompiera el hielo y además le agradara tanto como para iniciar una conversación. Pero de repente me detuve, aquella hermosa mujer desprendía aquel perfume, aquel olor extraño pero embriagador que respiré por la mañana en mi cama. La mujer coge su copa y al pasar a mi lado de nuevo, me sonríe, una sonrisa especial, como si ya me conociera. Pido otra cerveza necesitando el alcohol para reunir fuerzas y hablar con aquella mujer. Pierdo el rastro de su melena ondulada, de su perfume de mandrágora. Me marcho a mi hogar a soñar con su sonrisa. Dando vueltas de un lado a otro de mi cama de matrimonio, que cada vez se me antojaba más grande, creciendo como una laguna que amenaza con tragarse las casas de la costa, no paraba de pensar en ella. Miro al techo en la oscuridad de mi cuarto incapaz de dormir. Dirijo mi vista a la ventana y doy un respingo golpeándome la cabeza con el cabecero de madera. Tras el cristal vi una melena al viento. Increíble pero cierto, me levanto todo lo rápido que puedo, con la mano derecha en la cabeza dolida por el golpe, pero ahí fuera no hay nadie. Cierro y la sensación de soledad desaparece, vuelve aquel aroma y algo más, una sombra nueva, una silueta que no debería estar ahí. Al lado de la puerta cerrada de mi habitación se esconde alguien, o algo. Trato de ver en la oscuridad, donde disminuye mi sentido de la vista aumentando los demás, sobretodo el olfato; aquel agradable aroma se intensifica. Busco desesperadamente la luz, tengo la boca seca y me tiemblan las piernas, estoy muy nervioso y asustado. Enciendo la luz y se me abalanza, me agarra por las muñecas y me empuja a mi lecho tumbándose encima de mí. Sin medir palabra me muerde el cuello, con fuerza; milagrosamente no me duele, todo lo contrario; el mordisco me produce un hormigueo agradable, excitante, tanto que me provoca una erección que parece agradar al ser que está bebiendo de mí, pues se agita encima de mí jadeando. Me suelta una mano, confiada, como si supiera que aquello me gusta, en efecto, me encanta. Deslizo mi mano libre entre su pelo, liberando la cara que esconde su larga madeja. Veo solo su mandíbula que sigue succionando mi cuello, acaricio el suyo, es una mujer. Para mi sorpresa me deja libre, levanta su cabeza y me mira a los ojos ¡Es la chica del bar, la de la sonrisa! ¿Qué era, cómo, por qué yo? Mil preguntas inundaban mi cabeza que seguía ebria de aquel perfume y la sensación de su boca robando mi néctar. Me besó en los labios, yo la agarraba por la cintura, mientras volvía a mi cuello yo acariciaba su cuerpo, estaba frio, no me refiero a la piel helada que todas las mujeres poseen, esos pies fríos que en invierno, bajo las sábanas, te los pegan a los tuyos calientes, recorriéndote un escalofrío y preguntándote por qué lo hacen siempre. No, era otro tipo de frío, la palabra vampiro se encendió en mi mente como un cartel de neón anunciando un bar de copas. Ella o lo que fuera, no dejaba que le viera sus colmillos, o aquello con lo que me extraía la sangre. Pensé que moriría por un instante, mas la sensación era tan placentera que me daba igual. Agarré un mechón de su pelo y lo esnifé, no puedo describir aquel perfume de diosas, rara mezcla de azahar, tierra húmeda (como huele la lluvia en las primeras gotas), el olor de la piel de mi primer amor, agua de mar, fruta fresca; melón, fresas, mango, melocotón, el aire de una mañana de primavera…, el olor de los lápices cuando entras por primera vez a tu clase en el colegio, el chocolate recién hecho, el bizcocho en el horno, el pan tostándose. Era maravilloso. Mis ojos se nublaron y perdí el conocimiento. 

La oscuridad da paso a la luz. Despierto con hambre atroz, me siento débil. Desayuno lo primero que pillo, galletas, tostadas, toda la cafetera... Entonces percibo de nuevo aquella fragancia impregnada en mi camiseta, en mi cuerpo, incluso en mi paladar. La noche más misteriosa de mi vida. Como un borracho en plena resaca trato de recordar cada momento de la noche. No le encuentro explicación, cómo entraría en mi habitación, porque desecho la idea de que sea una vampiresa, estupidez que se me pasa por la cabeza al verme en el espejo. Dos semicírculos morados me saludan debajo de mis ojos. No tengo marcas en el cuello aunque a pesar de haber comido no me siento con fuerzas, como si me faltara algo. Todo era una locura, pero tan dulce… anhelaba volver a experimentar la misma sensación de la noche anterior. Nunca había sentido nada parecido, estaba muriendo, y a la misma vez me sentía más vivo que nunca, estaba atrapado en una extraña felicidad inmensa, estaba perdido en un éxtasis infinito. 

Mi fragilidad trasmutó en un cristal convexo que estallaba ante mí y cuyos cristales me cortaban irradiando paz en mis venas. Necesitaba verla otra vez, mujer, espíritu, vampiro, súcubo o lo que fuera. No me importaba perder la cabeza, que nadie me creyera pues nadie lo sabría jamás, que el ser de ojos verdes se llevara mi alma al infierno tampoco me quitaba el sueño pues, en el infierno, yo ya estaba. Todo era banal, nada me importaba salvo ella. Mi visitante nocturna. Cuando el sol dijo adiós sentí mi cuerpo estremecerse. La noche era mi aliada y como un alcohólico beber, yo la luz de la luna necesitaba sentir. La extraña visita se retrasaba, me comía las uñas de pura desesperación, no alcazaba a ver el momento deseado, su esencia se estaba difuminando tan rápido como mi paciencia. La llamé a gritos por la ventana, dos lágrimas lamieron mi cara. Pensé en saltar para comprobar si me salvaría. ¿Qué locura era aquella, qué me estaba pasando? Tumbado en mi cama trataba de ahogar mi desesperación, era inútil y balbuceaba solo como los dementes. Perdida ya mi fe en su regreso desee morir, no podría vivir otro día sin su abrazo. Mi lucha contra la soledad era doble, primero Claudia y ahora ese maravilloso ser de la noche. Demasiado para un hombre sin fe. Entonces sentí su presencia, su olor imperecedero, el misterio hecho carne, y qué carne. Me levantó sin usar sus brazos, elevada por encima del suelo me abrazó, su cuerpo desnudo mostró ante mí como en un largo sueño. Primero, y sin decir nada me mordió con un beso exquisito el labio, después bajó por mi pecho para luego clavar sus colmillos en mi pezón izquierdo, encima de mi corazón. Su lengua se deslizó hasta mi cuello, su hogar preferido. El clímax que tanto ansiaba volvió a inundarme como un torrente, como una marea arrasa un pueblo. La abracé con toda la fuerza que era capaz, no quería que se marchara, no quería desmallarme otra vez. Se limpió la sangre que marcaba la comisura de sus labios, regalándome de nuevo su lasciva sonrisa. Su piel era clara, blanca pero no pálida, rosada por los muslos y mejillas, sus pezones eran dos rosas perfectas, y la pose de su cuerpo augusto era propia de las diosas. Lentamente se acercó de nuevo a mí susurrándome una frase que jamás oí antes: “Si vuelvo de nuevo, morirás. ¿Es eso lo que deseas?” Entonces me percaté de su sombra, era rara, no era ella, era una especie de guadaña, larga y afilada. Su hoja llegaba hasta el techo, siniestramente curvada y alzada para mí. Todo cobró sentido entonces como una epifanía. Yo llamé a la muerte y la muerte vino a mí, regalándome un momento sublime, la parca me daba una última oportunidad, pero yo no deseaba otra cosa, estaba drogado de ella, un yonqui enganchado a sus visitas. Jamás podría vivir sin sentir aquel regalo que una vez abierto era imposible de cerrar. La muerte no pareció castigo, castigo era el no volver a verla, no volver a oler aquel perfume, embriagarme de su esencia. Morir era un placer si lo hacía entre sus brazos. 

Preferí morir a no volverla a ver. 


 

lunes, 30 de marzo de 2020



                                             CAPÍTULO 6 

    TAKE NO PRISIONERS
 
 
                       1
No hago prisioneros. JM estaba exultante, había escapado varias veces del peligro, de una muerte segura. La adrenalina de su cuerpo lo ascendía en volandas al nirvana de la supervivencia. Estaba exultante, y no solo porque había escapado, ahora tenía un arma. Miró la carga, dos cartuchos. Suficientes para salvar el pellejo. Hasta ahora no había pegado ni un tiro y había solventado momentos muy complicados.
En su mente sonaba una canción “Take no prisioners”, de Megadeth. Era la presa, mas no sería una presa fácil.  Corrió por encima de la casa del ventanuco, pensó en ocultarse en ella, pero esconderse no era un buen plan. Debía moverse. Lo había visto en multitud de programas de supervivencia. Muévete o muere. Sabía que los tejados ya estaban vigilados, así que desde las alturas buscaba un lugar seguro. Agazapado en uno de los tejados más próximos a los bancales que rodeaban el pueblo, divisó un grupo de cazadores apostados en la salida del municipio. Habían cortado la salida del pueblo con barricadas improvisadas, un tractor, varios coches y rejas de una obra. La opción del coche no era válida. Menos mal que aquel plan de escapar en coche no había dado sus frutos porque hubiera sido atrapado. Debía seguir el plan inicial, llegar al taller, a las afueras del pueblo y lejos del corte de carretera, caminando campo a través, y buscar un coche que lo alejase la tumba que tenía preparada la Aldeílla.
Saltó de una tapia a la calle más solitaria que pudo ver desde los tejados. A ras de suelo se sentía más frágil, más indefenso. Caminó con cautela sabedor de que cualquier mirada daría la alarma. Buscaba las sombras cual ladrón.
Un camino angosto bajaba directamente a unos bancales de olivos. Era perfecto para esconderse y caminar en la oscuridad por el campo en dirección al taller. Agachado corrió calle abajo. Sentía miradas en la espalda, como si supieran que estaba allí. La adrenalina dio pasó a un estado de temor absoluto e irracional. Los olivos, que se encontraban ya a pocos metros de distancia, parecían guardianes furiosos de La Aldeílla. El viajero no se encontraba cómodo escondido entre las sombras de esos árboles centenarios que amenazaban con atraparlo con sus ramas. Corría en la dirección que creía bordeaba la carretera hasta el taller. Cayó de bruces al tropezar con una raíz, JM hubiera jurado que alguien le había zancadilleado.  El viento le traía gritos y voces lejanas. Las campanas del pueblo tocaban la hora en punto. Apenas eran las ocho, pero la oscuridad en aquel pueblo perdido era total. Tirado en el suelo vislumbró un haz de luz delante de él. Cerro abajo, justo a cincuenta metros de donde se encontraba, un grupo de hombres, armados con escopetas y cuerdas bajaba buscando su rastro. Estaba atrapado. Delante seis hombres, detrás de nuevo el pueblo entero, buscándolo. No podía quedarse ahí agazapado en el suelo. Lo descubrirían. Decidió acurrucarse detrás del olivo donde había tropezado, no podía hacer más ruido ni levantar más tierra. Miró el suelo pensando que con la linterna descubrirían sus huellas. Con una retama cortada trató de borrar las marcas de sus botas. Pero el haz de luz estaba ya muy próximo. Debía esconderse y esperar. Los olivos son árboles densos, con muchas ramas, era invierno y estaban cargados de aceitunas. La noche era oscura, el haz de luz de la linterna no lo elevaban del suelo, podría funcionar… JM se subió al árbol con toda la prudencia de la que fue capaz. A cámara lenta ascendió quedándose en cuclillas en el centro de la copa del árbol, totalmente oculto tras las ramas dobladas de aceitunas. El viento suave disimuló el ruido de ramas al subir.
Los hombres que lo buscaban pararon justo debajo del olivo que cobijaba a José María. Miraban el suelo buscando algún rastro, pero luego enfocaban más adelante. Hablaban sin entender muy bien JM lo que decían. Parecía que estaban confusos, no se veía nada, pero alguien les avisó de que el viajero se encaminaba a los olivos de la tía Frasca.  Allí no había nadie. JM, con la escopeta apuntando a sus cabezas, rezaba porque siguieran su camino. Pero no fue así, el grupo se dispersó, tres hombres se marcharon al pueblo y otros tres se quedaron por la zona. JM estaba perdido, esperaría que se alejasen del todo los otros tres, pero cuánto tiempo podría permanecer en el árbol escondido sin ser visto, y, sobre todo, cuánto tiempo aguantarían sus piernas la posición tan incómoda en la que se encontraban. Estaba en un aprieto, pero no podía perder la ventaja de la sorpresa. Si lo encontraban lo apuntarían con sus armas, y estaría perdido. Pero si disparaba él primero… uno de ellos no portaba arma de fuego alguna, dos disparos, dos hombres armados de tres. Era difícil pero no imposible.

domingo, 29 de marzo de 2020

                                                       EL VIAJERO 
                                   CAPÍTULO 5 / PARTE 2


Una anciana lo miraba con una mano en el pecho, su expresión mostraba sorpresa sin duda, pero también mucho miedo. Cojeando José María decidió usar ese miedo y dirigirse hacia la anciana.
- ¡Un coche, deme las llaves de un coche!
-No… noo-La anciana no podía hablar, estaba aterrorizada.
- ¡No qué! –JM estaba furioso, sabía que era una buena oportunidad para escapar.
-No tengo coche.
-Ya sé que usted no tiene. -Dijo JM vehemente-. Alguien de su familia, un hijo, yerno, nieto…
-No… espere… -La anciana se dio la vuelta, detrás de ella había una cómoda.
- ¿Qué busca abuela?
-Creo que están aquí las llaves del todoterreno de mi marido. –JM no podía creer su suerte.
- ¿Dónde está aparcado?
-Justo en la puerta. Espera un momento, no me hagas daño.
-Dese prisa o la mato. –JM buscaba un arma en aquella casa. No sabía si habría más gente. Miró un cuchillo que estaba en el suelo, era grande. Lo recogió.
-Vamos, no tengo todo el día.
-Estaban por aquí…
JM comenzaba a ponerse nervioso, podía ser un ardite para ganar tiempo.
- ¡Señora le doy tres segundos o le corto el cuello aquí mismo! –JM no se reconocía.
La abuela seguía buscando en los cajones.
-Uno…
-Un momento, por favor.
-Dos…
-Creo que son estas… ay no…
- ¡Sáquelas ya o le corto el cuello!
Una puerta se abrió al fondo del pasillo que se encontraba a la izquierda.
- ¡Tú no le vas a cortar el cuello a nadie hijo de puta forastero! –La anciana se había dado la vuelta rabiosa, portaba una navaja de grandes dimensiones. Parecía más de adorno, JM no deseaba comprobarlo.
- ¡Está aquí! -Gritó la vieja llena de una repentina jovialidad.
JM agarró una silla y se la estampó a la anciana. Abrió la puerta interior de la cocina, la que suponía llevaba a la solana que había visto antes de caer. Subía las escaleras cuando se acordó del otro anciano, podría estar arriba esperándole, aunque era mayor para ir andando por los tejados… seguramente era el que estaba abriendo la puerta. Un disparo retumbó en la casa. Le disparaban por las escaleras, quien fuera el que había entrado a la casa le seguía muy de cerca, muy rápido. Ascendió hasta un portón de metal que se abrió con mucho ruido. Al llegar a la solana escuchó una voz desde abajo que decía “dispara”, pero al abrir el portón metálico, delante de José María se encontraba el anciano del ventanuco, lo había seguido y le esperaba en la solana con la recortada apuntando a su cara. JM se agachó y su perseguidor escaleras abajo disparó. El plomo desgarró la cara del anciano, era un amasijo de carne y sangre. El cuerpo permanecía aún con la escopeta agarrada. JM rodó por el suelo, pensó por un segundo agarrar la escopeta del anciano, pero los otros subían corriendo por las escaleras, cerró el portón mientras cargaban la escopeta, otro disparo golpeó en la puerta de metal. El viajero echó el cerrojo y respiró aliviado. Miró al pobre anciano sin cara, muerto en el suelo. Le costó más de lo que pensaba quitarle la escopeta de sus manos aferradas funestamente al hierro, el viejo hizo un último esfuerzo, pero estaba yéndose al país de nunca jamás. Por fin consiguió su botín y como si fuese un trofeo sonrió a los que golpeaban la puerta de metal al otro lado.